Por Latitud Megalópolis/Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Alguna vez escuché que llegamos en el momento preciso; ni antes, ni después, sino en el momento justo cuando más nos necesitan. Al momento no he podido descifrar de una manera clara lo que significa esto, que podría considerarse como fortuna o simplemente como una terrible y pesada maldición.
Por más ínfimo que sea nuestro control sobre los inconmensurables hilos que tejen el ahora, nuestras elecciones van trazando la ruta que nos colocan en ese preciso momento, en ese preciso lugar, frente a esas personas; pero estar ahí, al final de todo, se convierte en una responsabilidad cuyo peso no elegimos en ningún momento.
Estar ahí, por ningún motivo debería convertirse en un momento inútil, en el que permanezcamos rígidos sin hacer más que nada; sino que debería ser aprovechada como una oportunidad para dar lo mejor de nosotros, contribuyendo para que lo que acontece se resuelva de la mejor forma. Responder al llamado, hacer algo.
La vida nos arroja hacia situaciones complicadas, entre el filo y el abismo; nos lanza frente a problemas ante los que no cabe la indiferencia, ante los que no podemos hacer como si no pasara nada. Cargas que debemos afrontar, momentos en que la vida de alguien nos necesita. Ser responsables de lo que toca.
Pasar indiferentes ante esto -hacernos a un lado-, implicaría transitar de la plausible solución-mejoría, a ser parte del problema-empeoramiento. Cada acto conlleva una consecuencia, por lo que se vuelven fundamentales los momentos; ni antes, ni después, sino actuar a tiempo.
Ayudar sin pensarlo mucho; ayudar porque es lo correcto; hacerlo con el mejor ánimo, hacer algo ante la devastadora injusticia, parar en seco la violencia; enfrentando en el camino a manadas de sociópatas, corruptos, asesinos, perpetradores, criminales e impunes.
A veces alguien cumple ese papel preponderante en el momento justo de nuestra vida, salvándonos de alguna manera; otras veces, nos toca a nosotros hacerlo por alguien más, e impávidos, nos volvemos ciegos, arrojamos la vista para otro lado; nos volvemos sordos, y callamos haciéndonos cómplices, burdos cómplices de la desgracia. Quedamos petrificados como nos enseñó la sociedad, cada que nos gritaba al oído, “no es tu problema”. Existe una conexión entre lo que nos ocurre y lo que le ocurre al mundo, eso provoca que nuestra acción e inacción la resintamos hoy, o en otro momento futuro. Tarde o temprano, todo afecta.
El mundo está plagado de cómplices del terror, generadores de desgracia y la injusticia que corrompen, rompen y ensucian todo lo que tocan. Hacen porque tienen toda libertad, porque nadie les detiene desde lo cotidiano, ayudando; se esparcen por el mundo, porque todos se hacen a un lado cuando pasan, o peor, estorban o ponen trampas sobre el camino.
El turbulento camino entre nubosas veredas, nos exige un alto para reflexionar qué estamos haciendo, qué hemos dejado de hacer. Un alto para cambiar esta triste rigidez, y hacer algo cuando nos toque. Sanar el mundo con nuestras acciones, sanar a la humanidad a través del humanismo, la empatía y tener la certeza de que haciéndolo, todo va a mejorar.
Las personas con buenas intenciones, pese a ser más, siguen amordazadas, inmóviles de pies y manos, por cuenta propia. Siguen visitando con frecuencia el sótano oscuro del miedo, el abismo profundo de la desesperanza, lugares que carcomen a cada momento; les vuelven insensibles y adictos a no dejarles nunca.
Desprenderse de lo anterior se vuelve una tarea esencial para todos.
Justo hoy es el día para desenmascarar el ego, cultivar la bondad, para ayudar. Ayudar sin pensarlo mucho; ayudar porque es lo correcto; hacerlo con el mejor ánimo, hacer algo ante la devastadora injusticia, parar en seco la violencia; enfrentando en el camino a manadas de sociópatas, corruptos, asesinos, perpetradores, criminales e impunes. Ganarles la jugada.