Por Latitud Megalópolis/Jafet Rodrigo Cortés Sosa

Nunca pensé sentir este frío tan pronto. No era una sensación cualquiera, como cuando sales de tu casa sin abrigo, era más intenso que eso, penetrante hasta la médula. Esas irrupciones atravesaban la piel como filosas puntas sobre todo mi cuerpo, pero con mayor rigor, directo al pecho.

La distancia se hacía menos entre la muerte y yo, acercándose sin sutileza, buscando cubrirme con su manto gélido, hacerme parte del todo; arrojarme al peligroso olvido que se mantiene atento desde la eternidad. El camino estaba trazado, no había nada más que hacer; todo acto de lucha emprendido, retrasaba únicamente lo inevitable. No existía más que caminar hacia adelante, aprovechar el poco tiempo que me quedara con vida.

Las malas noticias se cuelan para abofetearnos. Aunque no queramos dejarles pasar, escalan murallas -por más altas que las coloquemos-, burlan guardias, desactivan trampas; sobreviven desiertos y mares con tal de llegar a nosotros e introducirse directamente a nuestro vulnerable consciente. El tiempo que me quedaba, había sido arrebatado de golpe y sin aviso; aquella tarde, la sentencia de muerte llamó desde mi puerta, haciendo añicos las ganas de seguir.

Mientras el tiempo pasa, nos volvemos conscientes de que nuestra vida es finita, y que, de un momento a otro, acaba; aun así, no hay nada más cruel que el hecho de que aquel tiempo que podríamos considerar parcialmente suficiente, se vea reducido de golpe por circunstancias apremiantes; es decir, querer vivir y no poder hacerlo.

Saber que tenemos el tiempo contado, nuestro futuro reducido a meses, días o algún par de años; dolor y desesperanza que vuelven la autoestima un pedazo maltrecho de carne putrefacta, que infecta todo lo que toca, condenando la esperanza, sepultando las ganas de seguir, orillándonos a la desesperación y a la constante pregunta, ¿por qué nosotros?

De golpe y sin previo aviso, las noticias llegan a nuestra vida. En ocasiones se convierten en bofetadas arteras que despiertan; en otras, aparecen como duras trampas que condenan a la desesperanza.

Las pérdidas duelen más cuando no las esperamos, provocan sufrimientos que nos tumban en la cama, donde permanecemos sin ánimo de salir, sin futuro que motive, sin un mañana distinto a la muerte. Desde aquel rincón frígido, vemos cómo la mayoría de la gente nos suelta la mano; sólo unos cuantos permanecen ahí, acompañándonos en la lucha, apoyándonos en tiempos de desesperación y miedo, dándonos con su presencia un brevísimo aliciente, un atisbo de futuro, es decir, de esperanza.

Cuando los puntos de apoyo se difuminan, es difícil no caerse a pedazos; tambalear se convierte en el único destino posible, vislumbrando el terrible horizonte que se aproxima. Sabiendo que lo que nos queda tiene fecha de caducidad, conociendo el momento aproximado en el que todo acaba para nosotros, es difícil controlar el cansancio y el desaliento.

Contar las horas se podría tornar una actividad sin sentido, o, al contrario, el hecho de saber lo poco que nos queda por vivir, podría impulsarnos a vivir más y callar menos; el hecho de conocer el momento exacto de nuestra muerte, podría llevarnos a romper con las limitantes propias del deseo de perdurar.

Mirándolo desde aquella otra perspectiva, contar cada segundo, se convertiría en una actividad esencial cada día, para descubrir nuevas formas de gozo que buscaríamos engarzar dentro de las únicas 24 horas que nos tocan cada día.

¿Qué eso no es vivir realmente?, ¿darle importancia al tiempo que tenemos, atesorarlo lo suficiente como para no despilfarrarlo, y no guardarlo en demasía para que no termine humedeciéndose con el tiempo, echándose a perder?

No es nuestro fuerte administrar en la abundancia, sino en la carencia. En esos momentos cuando las limitantes resaltan como parte de la brutal realidad, y no podemos tomar otro camino, no porque no queramos, sino porque no podemos. Esos tiempos son los que nos fuerzan a cambiar; nos empujan a valorar lo que tenemos, a distinguir entre lo que necesitamos y lo que queremos; nos hacen enfrentarnos con nosotros mismos y nuestras decisiones. La ruptura llega cuando la falta de tiempo no es una metáfora más, sino una realidad que nos lleva a cada paso más cerca del final.

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