Por Latitud Megalópolis/Rodrigo Jafet Cortés Sosa

Nubes grises, era lo único que había en el cielo desde hace meses, augurando el repetitivo pronóstico: lluvia. Sólo variaban los milímetros proyectados cada día, que superaban en ciertos momentos, con creces, hasta los parámetros conocidos más abundantes de líquido.

Las gotas recorrían los viejos y nuevos edificios de aquel lugar, hasta las partes más bajas de la ciudad, donde habitaba la mayoría de las personas. En ocasiones el agua rebasaba cualquier protección que se pusiera, tumbando puertas y ventanas; filtrándose por los resquicios más vulnerables, con la finalidad de llegar a salas, comedores, cocinas y cuartos. No había manera de detenerlo, sólo la costumbre se sentía cómoda ante esta desastrosa forma de vivir.

La humedad permeaba las paredes y techos, manchando la ropa, colándose dentro de nuestro cuerpo, mojando el espíritu que se ahogaba a ratos por no encontrar algo con lo que pudiera flotar, guarecerse. Extrañar el calor del sol se volvió también una plegaria cotidiana.

Algunos se adaptaron con facilidad a vivir bajo estas infaustas condiciones, olvidando el pasado y sus días de sed; otros, los más antiguos pobladores recordaban la vida antes de aquella interminable lluvia, veían la sequía enfrascada en recuerdos lejanos, difuminados por las frías e interminables gotas.

Las almas, sin saber nadar, se hundían en las profundidades, arrastradas por la corriente, abatidas por hongos perenne que crecían sobre la piel mojada, lacerándola, mientras el cabello podrido se caía hecho pedazos hacia sus hombros.

DONDE NUNCA DEJA DE LLOVER

Aquella ciudad podría llamarse como cualquiera, tener las especificaciones arquitectónicas y urbanísticas que le queramos dar; podría llamarse también como nosotros, como algo más introspectivo, una mirada al micro universo que nos compone; un estado de ánimo, sentir cotidianamente el piso mojado, lágrimas deslizándose presurosas, o lágrimas ahogadas por nuestras ansias de aparentar que no estamos tan rotos.

Para quienes habitan bajo este constante pronóstico, avanzar se vuelve un juego peligroso, siempre andando a orillas del abismo; cualquier circunstancia, por mínima que sea, nos haría resbalar, hundirnos. Ese juego se convierte en ocasiones en el gozo de la nostalgia que nos hace sentir vivos, revoloteando aquella emoción que roza entre la depresión y la tragedia que satirizamos como método de defensa o expresión.

No muchos sabemos nadar o flotar bajo esas aguas, sólo algunos logran adaptarse de forma plena, otros, únicamente dejan que la costumbre sea la directriz de sus pasos, sueltan las amarras sin importar hacia dónde les lleve.

CORAZÓN SOLUBLE

La tristeza y nostalgia se vuelven imágenes recurrentes cuando pensamos en la lluvia, preconcebidas a través del tiempo. Buscamos guarecernos ante las primeras gotas que sentimos, pese a que no sean como tal, tormentas. No dejamos pasar ni un segundo mojándonos, inmediatamente tratemos, irritados, de no estar ahí; nos sentimos incómodos, poco plenos, incapaces de resistir un momento más, adiestrados para reaccionar así, sin saber hacerlo de otra forma.

Ese miedo a mojarnos llega con el tiempo, no era nuestro de pequeños, no necesariamente. Éramos libres, podíamos saltar en los charcos, sentir el agua golpeando nuestro rostro, perseguir barcos de papel mientras descubríamos lo que se sentía mojarse.

Personalmente considero que la lluvia trae consigo algo de nostalgia, por su semejanza con el hecho de llorar; lo cierto es la ambivalencia integrada en el acto de derramar lágrimas, que no necesariamente busca expresar momentos únicamente de tristeza, sino también de alegrías puras que logran desbordarse fuera de nosotros, recorriendo un trayecto más grande que nosotros mismos.

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