El juicio final del Poder Judicial…
Por Benjamín Bojórquez Olea.
El próximo domingo con todo y ley seca se abrirán las urnas. Se nos convoca a votar por 881 nuevos integrantes del Poder Judicial. ¿Qué hay detrás de esa cifra imponente? ¿Una oportunidad histórica de participación popular o la legitimación de una demolición institucional perfectamente calculada?
Votar siempre ha sido, en las democracias modernas, un acto cargado de esperanza. Votamos para decidir, para ejercer el mínimo poder que se nos permite en el complejo engranaje del Estado. Pero, ¿vale la pena votar cuando la elección es un disfraz democrático que oculta un profundo reordenamiento autoritario del poder?
Hasta hace poco, la designación de jueces y magistrados implicaba negociación, exámenes públicos, experiencia, y, aunque imperfecto, un cierto equilibrio entre los tres poderes. Esa arquitectura institucional —frágil pero funcional— descansaba sobre la premisa republicana de la separación de poderes. Pero hoy, esa premisa ha sido sepultada por el aplauso estruendoso del caudillismo.
La reforma judicial promovida por el oficialismo no es una herramienta para corregir el desastre judicial —ese 97% de impunidad—, sino un instrumento para institucionalizar la obediencia. En lugar de jueces independientes, tendremos jueces electos a gritos, impulsados por la propaganda, el adoctrinamiento y la obediencia al nuevo “pueblo”, una entelequia que representa solo la voluntad del líder.
Maurice Duverger nos recuerda que el poder necesita legitimidad, y ésta no emana de la ley, sino de los valores compartidos. Pero cuando los valores se vuelven propaganda, y la ley se subordina al capricho de quien dice encarnar al pueblo, la legitimidad se evapora. Y cuando la legitimidad se evapora, el poder solo puede sostenerse por la fuerza o por la fe. Fe ciega, como la que millones todavía profesan al presidente saliente, convertido en figura mesiánica de la política mexicana.
La presidenta electa hereda esa fe, y con ella, la peligrosa tentación de perpetuarla. La reforma judicial, entonces, no es una mejora: es un acto de sumisión del Judicial al Ejecutivo, un regreso al presidencialismo hegemónico de los años setenta, sólo que con ropajes de izquierda y retórica popular. Es el sueño de Noroña: un régimen de 40 años.
¿Vale la pena votar? Quizá sí. Pero no para legitimar esta farsa de participación. Vale la pena dejar constancia de nuestro desacuerdo, para resistir simbólicamente, para no ser cómplices silenciosos del desmantelamiento del Estado de derecho. Votar, en este contexto, ya no es una elección: es un acto de conciencia.
Y si al final la justicia ya no será ciega sino partidista, al menos no lo seremos nosotros.
GOTITAS DE AGUA:
Ante tanta hilaridad, a mi juicio, los pueblos no se destruyen de un día para otro, sino cuando sus ciudadanos renuncian a pensar, a dudar, a elegir con claridad. Y si aún hay algo que salvar, será gracias a quienes, pese a todo, decidieron encender una vela en medio del apagón. “Nos vemos mañana”. Y en esta ocasión, “Si cierran la puerta, no apaguen la luz”…
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