Por Alex Espinosa
Durante el poco tiempo que he sido reportero he podido observar un fenómeno que si bien no me atrevo a decir grotesco, por menos es ridículo y absurdo.
El ultimo sucedió en la toma de protesta del presidente de Huixquilucan, Enrique Vargas. Grupos pequeños, de 10 o 15 personas gritando porras y piropos al presidente. Interrupciones continúas que hicieron larga la ceremonia y solo tenían por fin enaltecer a un servidor público. En menor medida, la escena se repitió en la toma de Gaby Gamboa y el informe de David López.
Los eventos políticos se conjugan en un ambiente de extrañeza en el que por fin tienen contacto los servidores públicos de alto mando con la sociedad. Han sido tantas las barreras que se han construido desde gobierno que cuando se presenta la oportunidad de acercarse al ciudadano de pie lo hace con cierta grandeza altanera que se maquilla en la humildad y el agradecimiento.
Por el otro lado, el del ciudadano, ha creado imágenes confusas de lo que implica para él un servidor público. Para el ciudadano nuestros gobernantes no son funcionarios, sino ídolos a los cuales los han despojado de su su esencia de trabajadores al servicio del pueblo.
Dispuesto a clarificar un poco este punto, tomaremos como ejemplo a Andrés Manuel López Obrador. El presidente de la república es sin duda quien más poder ejerce en nuestro Estado. Aunque en todo momento se ha mostrado dispuesto a romper este paradigma del servidor publico ídolo, las percepciones que se generan en torno a su figura siguen siendo, incluso, hasta religiosas.
Las bromas de llamarlo “Mesías” podrían ser más acertadas de lo que creíamos. Un sujeto con poder limitado no puede salvar al país, aun cuando otros sujetos con sus mismas limitaciones nos haya hundido. Sus seguidores le atribuyen esta dimensión salvadora de la que él mismo no puede desembarazarse. Mientras tanto, se continúan estas lógicas de incomprensión de lo que significa el servidor público.
Otro ejemplo es el de Peña Nieto. No se puede olvidar esa imagen que en su campaña de 2012 nos dejó. Un hombre agraciado físicamente, en aquel entonces, que dejó que las mujeres de desvivieran por él al grito de “Peña bombón, te quiero en mi colchón”. Por supuesto que la percepción es distinta a la que se tiene de López Obrador. Ya no se aspira a la salvación, sino al mero goce.
Es claro que este desentendimiento se debe a una culpa compartida. Por un lado al ciudadano que no termina de entender como se deben dar las relaciones Sociedad-Gobierno, por el otro el político que dentro de esas cúpulas del poder se manifiesta en las formas en que lo perciben.
Este fenómeno nos debe llevar a repensar la forma en que se empiezan a distanciar esos actores políticos de nosotros. Comprender su naturaleza es la de servirnos, más allá de estar por encima de nosotros. Pensarlos como ídolos es atender a su figura, y no a su utilidad.
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