Por Latitud Megalópolis/Armando Ríos Ruiz

Hablar no cuesta y dentro de las tantas limitaciones del Presidente, es algo que hace muy mal, pero que no puede impedir. Durante las últimas semanas lo hemos visto en su carpa de palacio tratando de justificar todo lo injustificable y lo único que ha logrado es verter los disparates disponibles en su almacén mental, que lo ponen en entredicho, inclusive fuera de México.

El hacerse siempre la víctima, como en el caso de los señalamientos extra fronteras de recibir dinero del narco para sus campañas, lo llevó a externar un sentimiento que debe tener profundamente arraigado en sus sentimientos: que está por encima de la ley. Aunque no era necesario auto publicitarse. Lo sabemos de sobra porque lo ha exhibido una y otra vez. Como cuando dijo envuelto en su descompuesta figura: “¡no me vengan con que la ley es la ley…”

A qué altura volará su inmenso y alado ego, que dijo sin ninguna reflexión y luego se sostuvo y lo ha reiterado sin compasión, que está por encima de la ley. Que las leyes no se aplican a él. Que la violación de las mismas por su parte es intencional y que no le importan las consecuencias para el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos.

¿Acaso no representan tales palabras la actitud de un enajenado que ha perdido todo contacto con la realidad y que se convirtió en víctima de su gigantesco amor por sí mismo? Recuerda a Luis XIV, rey de Francia y de Navarra, cuando exclamó: El estado soy yo. Por lo menos, se la atribuye la frase para hablar de su intención absolutista en su reinado.

Las palabras del tabasqueño corresponden a un narcisista que se encuadra perfectamente en el llamado síndrome de Hubris, que padecen preferentemente los políticos engreídos y que es opuesto a la sobriedad o a la moderación.

Se define como “un cambio de personalidad no orgánica después de obtener un poder sustancial o alcanzar un éxito abrumador, caracterizado por la aparición o marcado aumento de rasgos patológicos de la personalidad relacionados con desinhibición y conductas disociales”.

Desde su arribo a la Presidencia se mostró proclive a las lisonjas. A aceptar las adulaciones y al rechazo rotundo a los señalamientos en su contra. Por eso su obsesivo comportamiento con la Prensa, cuyo quehacer es publicar los errores de los políticos y otros aspectos del quehacer diario, para motivar la corrección.

Ahora resulta que la campaña en su contra de narco presidente, que por cierto es tendencia en las redes sociales, desde su aparición hace casi un mes y que amenaza con prolongarse, lo hizo muy famoso, aunque según él, jamás soñó esta fama que debería avergonzarlo, pero lejos de eso lo muestra ufano y hasta lo presume para dar la impresión de que está limpio, cuando los indicios muestran lo contrario. Lo celebra porque “otra vez, estamos subiendo” (tal vez se refirió a las encuestas presidenciales en las que se incluyó sin razonarlo).

Y efectivamente, ha subido, pero en la descalificación de mexicanos y en muchos países del mundo, reflejada en más de 170 millones de menciones de la frase que le ha hecho “lo que el viento a Juárez,” como él mismo señaló. Su enajenación lo lleva pues, a apreciar sus errores como virtudes.

Es ciertamente famoso, como menciona, pero desafortunadamente no como un estadista de grandes alcances intelectuales o un Presidente preocupado por sus gobernados, sino por crear un ambiente de hostilidad para unos y de engaños para otros, en el que sobresale de manera peligrosa la división marcada de clases sociales, la destrucción de instituciones y la violación de las leyes.

En esta mañanera dio consejos a quienes aspiran a algún cargo de elección popular, sobre cómo hacer campañas. En realidad, es él mismo quien los necesita, por lo menos para dejar de ofrecer una personalidad tan burda y desgarbada. Para ser menos engreído y mucho, pero mucho menos mentiroso.

Pero no hay remedio. Su endiosamiento es descomunal y sus sentimientos no responden a la cordura más elemental, que cada día se ve más diezmada.

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