Por. – Benjamín Bojórquez Olea.
La lenta evaporación del PAS…
Por años, el Partido Sinaloense (PAS) fue más que una organización política: fue un símbolo de identidad regional, una expresión de autonomía frente a los grandes aparatos nacionales. Era, al menos en el discurso, la voz de Sinaloa hablándole al poder central. Hoy, sin embargo, el PAS no habla; no murmura siquiera. Se ha convertido en un eco apagado, en un fantasma que deambula entre bardas deslavadas y oficinas cerradas. Lo que queda no es un partido, sino un mausoleo.
El declive del PAS no es un accidente ni una casualidad. Es la consecuencia directa de haber edificado una estructura política sobre la figura de un solo hombre: Héctor Melesio Cuén Ojeda. Su liderazgo era tan central, tan absoluto, que su asesinato no solo fue una tragedia humana, sino también el acta de defunción de un proyecto político. Porque, en el fondo, el PAS no fue un partido con proyecto institucional: fue una extensión del carisma, la visión (y también las limitaciones) de su caudillo.
Hoy, en la mayoría de los municipios del estado sinaloense y campos de batalla del PAS—, no hay presencia. No hay liderazgos visibles, no hay calle, no hay narrativa. El silencio es absoluto. ¿Dónde están los cuadros formados? ¿Dónde los jóvenes que antes ondeaban banderas en las plazas y caminaban por las colonias? ¿Dónde quedó la militancia? Todo parece haber sido tragado por un vacío existencial que revela una verdad incómoda: el PAS nunca construyó una comunidad política, solo orbitó alrededor de una figura.
Este fenómeno no es exclusivo del PAS. Es parte de una patología política que arrastra México desde hace décadas: el caudillismo. Una y otra vez, confundimos liderazgo con mesianismo, organización con obediencia, partido con culto. Y cuando el líder falta —por muerte, por traición o por desgaste—, todo se desmorona como castillo de naipes. Es un círculo vicioso que condena a nuestras instituciones a ser desechables, frágiles, dependientes de voluntades personales en lugar de convicciones colectivas.
Pero el caso del PAS tiene una particularidad dolorosa: alguna vez representó una posibilidad distinta. Su carácter regional, su enfoque en temas locales, su capacidad de movilización social y universitaria, ofrecían un contrapeso al centralismo de los partidos nacionalistas. Era una apuesta por lo propio, por lo nuestro. Y sin embargo, al no cultivar una verdadera institucionalidad, esa apuesta se perdió en el camino. Como si nunca hubiera existido.
Ahora bien, este ocaso no sólo debe interpretarse como un hecho triste o nostálgico. También debe servir como una advertencia. Un sistema político que depende de caudillos está condenado a repetir su decadencia una y otra vez. La historia del PAS debe interpelarnos a todos: partidos, ciudadanía, academia. ¿Qué tipo de estructuras estamos construyendo? ¿Qué clase de democracia estamos reproduciendo? ¿Estamos formando líderes o simplemente criando relevos decorativos para la siguiente campaña?
GOTITAS DE AGUA:
En tiempos donde la política se ha convertido en espectáculo y el pensamiento crítico en un estorbo, urge repensar los fundamentos. Lo del PAS no es solo una anécdota regional; es un espejo de lo que sucede —y puede suceder— en cualquier parte del país. Porque cuando la política se basa en personas y no en ideas, cuando se adora al líder en lugar de fortalecer la organización, el resultado es siempre el mismo: ruinas.
Y esas ruinas, por más bardas que pinten o por más discursos que pronuncian, no reviven solas. Se requiere algo más: una reconstrucción ética, ideológica y generacional. Y esa, tristemente, no se ve venir. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…
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