Por. – Benjamín Bojórquez Olea.

Un corazón limpio en un pantano político…

Vivimos en un tiempo donde lo que se ve, se cree; donde el que grita más fuerte es quien tiene razón; donde el que traiciona gana puestos y el que miente obtiene micrófonos. En este teatro de sombras, donde la política se ha vuelto espectáculo y la verdad un lujo, uno podría preguntarse con desesperanza: ¿vale la pena ser íntegro?

La reflexión que hoy nos convoca no es una declaración de virtud, sino un grito íntimo desde el dolor, desde el cansancio del que intenta hacer las cosas bien en un entorno que premia lo contrario. Esta confesión —humana, vulnerable, real— no proviene de un líder de masas, sino de alguien que simplemente busca no renunciar a su esencia. Y es ahí donde comienza la verdadera revolución: en resistir la tentación de adaptarse a un sistema podrido por dentro.

Porque no, no somos perfectos. Ni tú, ni yo, ni los que hoy visten saco y corbata desde una curul o una oficina de gobierno. Pero hay una diferencia abismal entre la imperfección honesta y la desfachatez cínica. No se trata de no equivocarse, sino de no renunciar a la conciencia. De reconocer que aunque el camino de la verdad es más largo, más pedregoso y menos aplaudido, es el único que nos deja dormir con paz y mirarnos al espejo con decencia.

En la arena política, ser honesto parece un acto de locura, una rareza que se observa con suspicacia. El sistema ha domesticado la mentira, la ha institucionalizado, la ha hecho norma. ¿Y qué pasa con el que se niega a claudicar? Lo marginan, lo desacreditan, lo tachan de ingenuo. Pero ¿acaso no son los ingenuos los que construyen futuro mientras los “listos” roban el presente?

Vivimos bajo una política que no exige conciencia, sino estrategia. Que no quiere almas, sino cifras. Que no tolera dudas, pero sí sobornos. Por eso, cuando alguien dice “no soy perfecto, pero estoy en camino”, no está pidiendo indulgencia, está ejerciendo una forma de resistencia. Porque tener corazón en un mundo de acero no es debilidad: es valentía. Porque negarse a traicionarse a uno mismo, aun cuando el entorno lo justifique, es el verdadero acto revolucionario.

A veces creemos que ser buenos no sirve, que la bondad es un ideal romántico en un país donde la corrupción se sienta a cenar con la impunidad. Pero no confundamos lo silencioso con lo inútil. Lo que se construye con verdad no hace ruido al principio, pero tampoco se derrumba cuando llegan los vientos. La integridad no cotiza en la bolsa, pero sostiene a la nación.

No necesitamos políticos perfectos, necesitamos seres humanos reales, con heridas, dudas, pero también con alma. Que no busquen ser adorados, sino respetados. Que no quieran brillar, sino servir. Que, como todos, se equivoquen, pero nunca vendan su conciencia por un puesto o un aplauso.

GOTITAS DE AGUA:

Porque al final, el país no lo levantan los que más prometen, sino los que más resisten a volverse como los demás. Ser bueno no es ser tonto. Es ser fuerte. En un sistema donde todo te invita a rendirte, mantenerse íntegro no es ingenuidad: es poder. “No soy perfecto, pero estoy en camino”. Y quizá eso, solo eso, sea la esperanza más poderosa que nos quede. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…

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