Por. – Benjamín Bojórquez Olea.

La política que olvida la ternura…

En un país donde la política se enreda entre intereses, corrupción y promesas rotas, pareciera que hablar de esperanza es un acto de ingenuidad, casi un insulto para quienes viven en carne propia la violencia, la desigualdad y la desolación. Sin embargo, ¿no es precisamente en esos abismos donde más necesitamos aferrarnos a la idea de que se puede seguir creyendo, aunque otros se rindan? La esperanza, cuando se convierte en un acto político, es resistencia.

Seguir dando amor en medio del odio, hablar de paz en medio de la guerra, levantar a quien se ha caído cuando todo parece perdido: eso no es poesía, es un acto profundamente revolucionario. Porque si algo erosiona la estructura de la injusticia, no son los discursos fríos ni las promesas vacías, sino la capacidad humana de no claudicar. La esperanza, sostenida en los pequeños gestos, es más fuerte que cualquier maquinaria de destrucción.

La política se ha acostumbrado a vender futuros luminosos mientras construye presentes sombríos. Pero hay una verdad filosófica que atraviesa el tiempo: incluso en medio de la tormenta, el sol se abre camino; incluso en el desierto, una planta lucha por brotar. Y no porque las condiciones sean favorables, sino porque la vida misma se niega a extinguirse. Esa es la lección que nuestros gobernantes parecen olvidar: la fuerza no está en la grandilocuencia de los discursos, sino en la terquedad de seguir sembrando, aún sabiendo que otros pisarán la cosecha.

Habrá siempre un niño que nos mire con ojos de fe, esperando algo distinto de nosotros, y será esa mirada la que desnude nuestra responsabilidad política y ética. Porque la indiferencia mata más que las balas, y el cinismo arrasa más que la sequía. Si la política no se reviste de sensibilidad, de ternura y de justicia, seguirá siendo un desierto árido donde solo crece la desesperanza.

Tal vez lo más sensato hoy sea insistir en lo que muchos llaman locura: seguir construyendo aunque otros destruyan, seguir sonriendo aunque las lágrimas abunden, seguir creyendo aunque la fe se desvanezca. Al final, esa terquedad es lo único que mantiene en pie a los pueblos: la certeza de que, aunque todo se derrumbe, siempre habrá una mariposa que brinde su belleza, un canto que nos recuerde la vida y un rayo de sol que, tarde o temprano, vuelva a iluminar la oscuridad.

GOTITAS DE AGUA:

La esperanza, en un país fracturado por la corrupción y la violencia, no es ingenuidad: es una forma de insurrección espiritual. Persistir en el amor frente al odio, en la paz frente a la guerra, constituye un acto de resistencia más contundente que cualquier proclama política. La historia demuestra que incluso en los desiertos más áridos germina una semilla, y que la vida, obstinada, se abre paso aún en el caos. La política tradicional, vacía de ternura, ha reducido la esperanza a un eslogan, olvidando que los pueblos se sostienen en gestos invisibles y en la terquedad de seguir sembrando aunque todo se pierda. Cada niño que nos mira con ojos de fe se convierte en juez implacable de nuestra responsabilidad ética. Porque la indiferencia, más letal que las balas, erosiona la humanidad desde sus cimientos. En esa terquedad de seguir creyendo, de regalar sonrisas en medio del llanto, se esconde la verdadera revolución moral que trasciende partidos y gobiernos. Persistir, aun cuando la realidad se obstine en negarlo todo, es el último refugio de la dignidad humana. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…

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