Por. – Benjamín Bojórquez Olea.
Paloma Sánchez: la alquimista de la ambición…
En la política mexicana, donde la memoria es corta y la simulación se convierte en virtud, surge la figura de Paloma Sánchez, senadora que ha perfeccionado el arte de camuflar la ambición bajo la máscara del discurso. Su historia no es la de una líder nacida del sacrificio ciudadano, sino la de una estratega que aprendió que el poder se hereda por conveniencia, se arrebata con astucia y se sostiene con fingimientos.
Paloma Sánchez fue ave migratoria en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, adaptándose a cada rama que le ofrecía sombra. Después del sexenio de Felipe Calderón supo ganarse la confianza del círculo cercano a David López Gutiérrez —el célebre “Pecuny”— y después tejió con finura su enlace con el entonces presidente Peña Nieto, quien la recomendó a Quirino Ordaz Coppel. La oficina en Ciudad de México del gobierno sinaloense fue apenas un trampolín, un escenario de paso, porque su verdadera habilidad nunca fue administrar, sino posicionarse.
La senadora alquimista no construyó capital político a través del arraigo en Sinaloa ni del contacto constante con sus comunidades; construyó una narrativa de pertenencia que no resiste escrutinio. Dice ser sinaloense, pero en la práctica su estadía en la tierra que asegura defender ha sido más de conveniencia que de compromiso. En el fondo, Paloma Sánchez ha sido siempre huésped, no anfitriona.
Su inteligencia no se niega: sabe leer el tablero, reconoce qué casilla ocupar y cuándo moverse. Observó que a los jóvenes les tocaría una diputación plurinominal y, con una mezcla de cálculo y audacia, se colocó en esa fila, desplazando a figuras con más mérito partidista y más historia en la lucha interna, como Chuy Valdés aún priista en ese momento. Porque en su juego, la política no es servicio, es botín; no es mérito, es oportunidad. Muchos critican a Chuy Valdés, pero no muchos saben que era tiempo de retirarse. Ya no cabía en el PRI. Paloma se encargó de exterminarlo, como a muchos otros.
El problema no es su habilidad, sino lo que representa: una política que asume que perder no importa, qué ser candidata no es una apuesta de convicciones sino un negocio redondo. Las derrotas le devuelven al Senado, le generan curriculum, le aseguran recursos. En ese esquema, la campaña no es una cruzada ciudadana sino una maquinaria de recaudación personal. El dinero no se invierte en convencer al electorado, se asegura como patrimonio. En resumen, la esperanza del pueblo se convierte en mercancía.
Aquí es donde la reflexión se vuelve inevitable: ¿qué tan enfermo está el sistema político cuando figuras como Paloma Sánchez prosperan no a pesar de la derrota, sino gracias a ella? Es el síntoma de una política que dejó de ser arte de lo posible para convertirse en teatro de lo rentable. La senadora encarna esa paradoja: mientras proclama ser la voz de Sinaloa, su lealtad más firme es hacia sí misma.
Paloma Sánchez no es la salvadora de Sinaloa; es apenas un espejo de la avaricia que carcome a los partidos. Se mueve como aerolito que cruza el cielo político, deslumbrante pero fugaz, dejando tras de sí un polvo de despojos y desencanto. Su “jarabe mandibular” pretende seducir a las masas, pero detrás del verbo se esconde la premisa cruda: primero destruir a sus adversarios, luego presentarse como la única opción limpia.
GOTITAS DE AGUA:
En filosofía, se dice que el poder desnuda al ser humano. En Paloma Sánchez vemos a una mujer que aprendió a cubrir la desnudez de la ambición con trajes distintos según la ocasión, pero cuya esencia no cambia: el apetito insaciable de quien convierte la política en un mercado de ilusiones.
Ahora le toca ser apoyada por Alejandro Alito Moreno. La pregunta no es si ella puede salvar a Sinaloa, sino cuánto más puede resistir Sinaloa a políticos que creen que la tierra se hereda como botín y la esperanza se alquila al mejor postor. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…
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