Por. – Benjamín Bojórquez Olea.
Cuando roban en Salvador Alvarado… ¡¡¡pero ya ni construyen!!!
Por fin —y quizá por única vez— coincidimos con la alcaldesa de Salvador Alvarado, Lupita de Camacho. Y no porque haya tenido un destello de lucidez política tras su reciente declaración, sino porque en un arranque de sinceridad involuntaria, o peor aún, de cinismo descarado, terminó por radiografiar su magnánima declaración y su propio fracaso: “Antes había más obras, aunque con mucha corrupción”; me permito contestarle a la señora alcaldesa, “ahora no hay obras, pero continúa la corrupción”. Ni a quien irle.
Su declaración, que en apariencia buscaba justificar lo injustificable, terminó siendo una bofetada al pueblo. No es autocrítica, ni valentía, ni reflexión: es la constatación brutal de que Salvador Alvarado está en manos de un gobierno que no construye, no transforma y no innova, pero que sí conserva intacto el cáncer de la corrupción. Dicho de otro modo: una administración que se queda con lo peor de los anteriores, pero sin siquiera las migajas de obra pública que en otro tiempo servían de disfraz para el saqueo. ¿O me equivoco, Liliana Angelica Cárdenas Valenzuela? Que hoy en día esta priista de ocasión busca una diputación local pluri en el Congreso del Estado.
Aquí surge la pregunta filosófica —tan absurda como cruel— que la propia alcaldesa Alvaradense nos obliga a plantear: ¿qué prefiere usted, ciudadano alvaradense? ¿La corrupción con banquetas y carreteras de maquillaje, o la corrupción estéril, vacía, que no deja nada más que un paisaje de abandono?
Lupita de Camacho no encarna un dilema shakesperiano, sino un cliché aldeano: el gobierno de la pequeñez. Porque lo que confesó no la dignifica, la sepulta. Reconoció que no hay rumbo, ni visión, ni capacidad para bajar recursos, ni mucho menos proyecto para sacar al municipio del letargo. Su error filosófico es monumental: creer que el pueblo se resigna al mal menor, cuando en realidad lo que siente es la indignación de ser gobernado por la nada.
Pero lo más insultante no es la declaración, sino el trasfondo de cinismo. Mientras las calles siguen sin obra, el campo sin apoyo y la economía sin oxígeno, la presidenta y su esposo, Armando Camacho Aguilar, celebran en su rancho con música de banda, tertulias privadas y banquetes para su círculo cercano. Es decir, abundancia privada en medio de la escasez pública.
Y si de pruebas hablamos, ahí está el caso de Wilfrido Inzunza, el empresario cuya imprenta es surtidor consentido del H. Ayuntamiento de Salvador Alvarado. Viejos amigos, viejas complicidades. Porque en Salvador Alvarado, la política no se entiende como servicio, sino como continuidad de favores, gratitudes y conveniencias. Una república de compadres, donde el erario se maneja como extensión del rancho y el poder como herencia entre amigos.
La confesión de Lupita de Camacho no fue transparencia, fue obscenidad política. No fue rendición de cuentas, fue un balazo en el pie. Y lo peor: fue una risa cínica en la cara de los ciudadanos, como si gobernar consistiera en ver hasta dónde aguanta la paciencia del pueblo.
GOTITAS DE AGUA:
El problema no es si hay corrupción con obras o sin obras. El verdadero cáncer es la mediocridad institucionalizada, la política que se alimenta de la nada y solo devuelve la nada. Un gobierno que confunde la resignación con aceptación, el saqueo con normalidad y la ausencia de resultados con “así nos tocó vivir”.
La pregunta, entonces, no es filosófica: es práctica y urgente. ¿Vamos a seguir riendo con ellos en su rancho, o vamos a exigirles que devuelvan el futuro que, con tanto cinismo, nos arrebatan? Y que el último que crea en este tipo de gobiernos también despierte. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”.