Por. – Benjamín Bojórquez Olea.
La política exiliada…
El Estado, en su complejidad, no es un organismo abstracto ni una maquinaria lejana: es un reflejo de la sociedad que lo sostiene. Su engranaje depende de normas, mandatos y principios éticos que —al menos en teoría— deberían garantizar el bien común. Pero cuando la ética pública se convierte en un discurso hueco y la moral colectiva se fractura, el Estado pierde su brújula y se transforma en un territorio propicio para el abuso y la indiferencia. Ahí comienza la descomposición del orden, no solo institucional, sino moral.
Hoy, más que nunca, urge ennoblecer la política. No como una aspiración romántica, sino como una necesidad vital. Porque en un país donde la vida vale poco y la corrupción se normaliza, la política pierde sentido y el poder se vuelve un fin en sí mismo. Los políticos deberían ser los guardianes de la confianza pública, no los beneficiarios del desencanto ciudadano. La sociedad moderna exige a sus gobernantes más que promesas: exige conciencia, empatía y decencia.
Aristóteles recordaba que el ser humano es un “animal político”, un constructor de comunidad. Y sin embargo, hemos dejado el ejercicio de la política exclusivamente en manos de los políticos. Ese abandono ciudadano ha abierto la puerta a la corrupción y al abuso. La pasividad social es el terreno fértil donde germina la impunidad. Hobbes lo advirtió siglos atrás: las leyes se hicieron para frenar el poder desmedido, no para justificarlo. Pero las leyes, por sí solas, no bastan si quienes las aplican carecen de valores o si los ciudadanos callan ante los excesos.
Quizá ningún gobierno nace con malas intenciones. Pero la falta de visión, la mediocridad de los asesores, el interés personal o el simple egoísmo humano han convertido la función pública en un oficio desgastado y desconectado del bien común. El político de hoy debería ser un servidor con conciencia social, con la humildad de entender que el poder no se ostenta, se ejerce con responsabilidad. Y el ciudadano de hoy, más que un espectador, debe ser partícipe, crítico y exigente.
Los medios, los intelectuales, los comunicadores, tienen también una tarea impostergable: dignificar el debate, cuestionar con rigor, informar sin manipular. Porque la democracia se sostiene con una ciudadanía informada, no con masas hipnotizadas por la propaganda.
Para fortalecer la política nacional, el ciudadano común debe evitar el fanatismo y abrazar la razón. No se trata de destruir gobiernos, sino de construir conciencia. Hay que leer, debatir, contrastar, pensar. Hay que aprender a encender la luz cuando otros quieren mantenernos en la oscuridad.
GOTITAS DE AGUA:
Al final, el Estado no es una entelequia ajena: somos todos. Y mientras sigamos delegando la ética, la crítica y la responsabilidad, el poder seguirá en manos de quienes olvidaron que gobernar es, ante todo, un acto de servicio y humanidad. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…
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