Por. – Benjamín Bojórquez Olea.

La memoria de los leales…

En la política —ese teatro donde los aplausos suelen durar menos que las traiciones—, la memoria es un lujo que pocos conservan y muchos fingen. El político moderno, sediento de poder y reconocimiento efímero, suele olvidar el principio más elemental de la ética pública: nadie llega solo a la cima. Sin embargo, en su ascenso, se le olvida mirar hacia abajo, y cuando finalmente lo hace, descubre que el vacío que dejó a su paso es el mismo que lo espera cuando caiga.

La lealtad, esa palabra cada vez más incómoda en el discurso político, se ha convertido en una mercancía transaccional. Se promete en campaña y se olvida en el cargo. Pero hay una ley no escrita que todo traidor ignora: la vida pública tiene memoria, y aunque la política no siempre castigue, la consecuencia llega sin aviso. No es venganza, es simplemente el equilibrio natural de un sistema donde los olvidos se pagan caros y las ingratitudes se heredan.

Jesucristo caminó con doce, pero cargó su cruz solo. Esa frase, más que un recordatorio religioso, es una radiografía exacta de la soledad del poder. El político que se cree mesías termina crucificado por su propio ego, traicionado por aquellos a quienes un día juró lealtad o por quienes un día le juraron devoción. La traición en política no duele por lo que quita, sino por lo que revela: la fragilidad humana disfrazada de estrategia.

Ser leal en la política es un acto casi subversivo. No porque esté mal, sino porque implica actuar desde la esencia en un entorno donde la conveniencia dicta las reglas. Quien da todo y recibe la espalda, no debe lamentarse; debe entender que su nobleza fue una amenaza en un ecosistema donde la dignidad incomoda. El problema no es dar mucho; el problema es no medir el alma de quien recibe.

Y así, mientras algunos cosechan victorias efímeras, otros —los verdaderamente íntegros— cargan con cicatrices que no son debilidad, sino testimonio de coherencia. Porque quien traiciona, olvida; quien olvida, repite; y quien repite, tarde o temprano paga el precio. No porque alguien lo desee, sino porque la vida, esa maestra implacable, se encarga de recordarle que la miseria política no es castigo, sino espejo.

GOTITAS DE AGUA:

El poder pasa. La memoria queda. Y en esa memoria —más dura que cualquier sentencia judicial— quedará escrito quién fuiste: si alguien que traicionó por ambición, o alguien que caminó con dignidad hasta el final, aunque fuera solo. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos el lunes”…

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