Por Socorro Valdez Guerrero

¡Qué época! La de juventud, incluso de adolescencia,
de momento incierto e inconsciencia de no definir. No saber qué se quiere; a quien se ama o a quien nunca se olvida.
Tiempo de cuerpos que vibraban, sin estar cerca ni necesidad de intimidad.
De transparencia en los sentimientos, que no requería de tocar los cuerpos.
De llevar a ti, o a ti, o a ti, que enamorabas sólo con palabras, con cartas, con llamadas telefónicas.
Con acciones, con detalles o con decisiones de agradar.
Tú con embeleso hacías no querer dejarte; y a ti nunca olvidarte.
Tú con esas tardes de inexpertos besos y tímidos roces de manos.
Tú con la sola sonrisa, que invitaba a la alegría permanente y a las ganas de siempre estar cerca.
O tú, que esperabas la tarde para estar conmigo y sólo mirar las estrellas en aquella abandonada máquina de hacer surcos en la tierra.
Acostados sin mayor malicia ni más acercamiento que nuestros sueños compartidos.
Hasta tú, al que tenían miedo y en mi cercanía eras otro; con tu corazón abierto para protegerme y mostrar lo valiosa que era para ti.
O tú, que tirados en el suelo, y tu sonrisa dejaba ver esos hoyuelos, esa encendida piel morena y ojos verdes que me invitó a no olvidarte, aunque estás en el cielo.
O aquel que en un desayuno o comida presidencial mostraba diferencia al atenderme.
O tú, que todavía disfruto de tu aroma a hombre y tus detalles de caballero.
Si tú, que deseo volver a verme en esos oscuros ojos, con disposición de ayudarme a cumplir mi labor y que en esa tempestad de huracán no olvido mi cobardía para dejar todo y soñar juntos.
O antes tú, tan niño, pero tan varonil, tan cariñoso y obstinado a cambiar para no acabar con tu vida, como lo hiciste.
No sé, pero él, ellos, tú, ustedes que dieron ese momento mágico a mi inocencia, esa que guarda cada pedazo en mi corazón. Unos aún niños; jóvenes sin definir, con temores de ir más allá, sin saber lo que queríamos y cómo lo queríamos.
Incluso, tú con esa guitarra, que cuando escucho sus cuerdas sale el recuerdo de aquel trato tan fino, que no valoré.
Con esa canción sin yo saber interpretar (“voy a poner cadenas en ti”) para evitar que me fuera de tu lado.
O tú, de mezclilla siempre, con zapatos de goma, y dispuesto a cubrir mi soledad.
Ese abandono constante en aquella facultad, dónde paciente esperabas que la obscuridad devorará mi estupidez para darme cuenta que volvería a pasar.
O antes tú, lejos de mi vida cotidiana, de Azcapotzalco a Iztapalapa, cuando en tus llegadas fugaces me acompañabas para hacer ameno el trayecto y hoy, igual que ayer, tan cercanos y tan lejos.
O tú, que aún en mi adolescencia al traerme caramelos y chocolates, después me enseñaste el sabor amargo de la primera traición.
O tú que llegaste cuando ensombreció mi alma y mi mundo era todo gris para iluminar y ambos partir después sin saber porqué.
O hasta tú, que lastimaste hondo para hacerme entender que el amor duele, ante el menosprecio y la fidelidad “a tú manera”.
Tú, sí, que no sabes qué querías, pero te engañas porque sabes qué anhelas. Y también tú, que llegaste con esa música y ese sabor cuando creí todo perdido. Que me levantaste, y nos levantamos de nuestro mutuo dolor.
Que volviste a encender mi corazón dormido, la esperanza del amor y la ilusión de cosquillas en el estomago, aunque la cobardía lo hundió todo, por un actuar incierto, miedoso de no saber ni caminar.
Y ahora tu, que sin saber por qué ¡Sacudiste mis sentimientos!
Mostraste tu otro yo. El que embelesa mi oído y mi alma.
Ese de palabras dulces, las que siempre anhelé de otro, y con las tuyas, ensanchas mi corazón.
Sí, tu, que me hiciste volver a mirar a los ojos y sentir que no está tan dormido mi corazón.
A todos que me enseñaron “a su manera” para “a mí manera” saborear sus diversas forma y recordarlos.
A ustedes, que me dieron sus instantes para sentir esa paz de saber amar, odiar, llorar y hasta ensombrecer mi alma.
Sí, ustedes, que dejaron la huella del resplandor que hace brillar el rostro, como en aquella época, donde una muestra sencilla, de trato infantil, adolescente o juvenil e inocente, me causaba felicidad.

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