Latitud Megalópolis / Manuel Pérez Toledano
La culpa fue de lo misérrimo de la vecindad. Un cuarto redondo en donde los moradores se revolvían como animales cautivos.
Pues bien, aquella mañana, alegre y llena de sol, la mujer habíale pedido al marido el dinero para comprar más combustible; era el día de bañar al chico.
El marido, un hombre alto y flaco, vestido de overol, entregó a la esposa unas sucias monedas de cobre.
-Le lavas bien detrás de las orejas- recomendó éste, antes de salir a la diaria labor. La vida era dura y sentía la necesidad de luchar el triple para rescatar a la familia de ese foso de indigencias.
La mujer, prieta y resignada como todas las de su raza, después de haber esperado casi una hora para que la tendieran, regresó de la carbonería. Luego, colocó sobre el anafre un gran lote de hojalata. Por la tarde llevarían un pequeño a una fotografía; los compadres habían prometido cubrir los gastos.
Para no perder el tiempo, la madre se encaminó, con un hatillo de ropa sucia, hacia los desportillados lavaderos del fondo del patio, a un lado de éstos se levantaban, los retretes. A veces, las vecinas llegaban hasta disputar por la posesión de un lavadero.
Cuando hubo calculado que el agua hervía, enjugóse las manos, esponjosas de jabonadura y entró en su cuarto a verter el agua dentro de la tina. Como el niño dormía, la madre lo despertó con besos y tiernas caricias.
-Levántese ya, dormilón- Y le hacía cosquillas en la suave piel de la pancita.
El niño reía, agitando el aire los desnudos brazos.
La madre nuevamente salió al patio, con un balde mohoso en la diestra; iba a traer agua fría para medir la caliente. La llave del agua estaba lejos, junto a los lavaderos del fondo.
El niño era una criatura con menos de tres años, que aún no discernía la extraordinaria diferencia entre el sueño y la vida real… Suavemente, se deslizó del lecho- que compartía con los padres-, recorriendo con sus pequeños ojos negros las grises paredes de la habitación. Paredes que en las noches oscuras se revestían de fantasmas y de hadas maravillas. Avanzando unos pasos, se topó con el borde de la tina… Un vaho caliente acarició su rostro. Volviendo la cara, descubrió la caja de fósforos sobre la silla de tule, era una cajita de cartón de colores chillones. Tomándola en las manos la arrojó al agua. La cajita flotó breves instantes, para sumirse luego en el fondo de la tiña…
En tanto, la madre atendía la pintoresca charla de una vecina.
Mas, de pronto, el corazón de la madre-fina antena de presentimientos- se agitó violento…
De un empujón abrió la puerta. La cubeta del agua fría rodó por los suelos…
El niño, ¡Su hijo! Con medio tronco en el hirviente líquido, oprimía en su puñito la cajita de chillones colores…