Por Latitud Megalópolis

En nuestra vida hay ciertas lecturas, frases, canciones, vivencias y personas que vuelven desde el recuerdo un sinfín de ocasiones para decirnos algo. Uno de los libros que tiene esa categoría en mi vida es Momo, del escritor alemán Michael Ende, quien le dio a su personaje principal, Momo, el grandioso poder de escuchar con atención.

Ella, por sencillo que parezca, cumplía una de las actividades más difíciles y menos practicadas de la actualidad, oyendo con atención cada detalle que le contaban sus amigos, mismas que aliviaban su corazón o descubrían grandes ideas al tener esa conversación con Momo, que sólo escuchaba sin decir nada, pero de ellos se llevaba una historia más, junto con la alegría de verles felices de nuevo. Intercambio justo.

Todos anhelan fuerza, velocidad, invulnerabilidad física, lanzar rayos por los ojos, volar, manipular el tiempo a merced, volverse inmortales; pocos codician poderes menos vistosos con más utilidad en la cotidianeidad de la vida, no me refiero al poder adquisitivo, que sin duda es necesario, sino a un poder espiritualmente más noble e igualmente poderoso, saber escuchar.

Para los incrédulos y pesimistas, saber escuchar se encuentra entre las actividades menos valoradas, pero no por ello pierde su filo. En realidad, saber hacerlo requiere de gran habilidad de concentración, contemplar cada detalle que comunica, sentir de cierta forma lo que el otro está viviendo; servir de refugio momentáneo para los embates de la vida, ahogarles, o para las gloriosas victorias, hacerlas crecer.

Escuchar activamente debe considerarse como un gran poder, uno que se maximiza con la práctica cotidiana, que busca cultivar pero también cosechar aprendizaje, empatía, ideas. Hacerlo con la misma atención que quisiéramos que nos tuvieran, y no dar paso al narcisismo que corrompe todo lo que toca.

Toda relación entre personas debería ser un intercambio justo, lo cierto es que no en todos los casos lo es. La realidad es que en múltiples ocasiones ese intercambio se traduce en abusos constantes en el cual uno da y sigue dando, y el otro recibe y sigue recibiendo.

DIÁLOGO CIRCULAR

Saber escuchar es una de las dos caras que tiene una conversación, la otra es saber hablar, que no se reduce al hecho de poder emitir palabras, sin importar que éstas sean carentes de sentido, sino que éstas tengan rumbo y una intención clara.

En el diálogo participan emisores y receptores, que van permutando su papel unos y otros, intercambiando ideas que entran y salen, y viceversa. No sólo importa qué decimos, sino cómo lo decimos y cuándo lo decimos; todo tiene un grado de importancia para que contribuya o no a la charla. Así se vuelve fundamental medir los tiempos, saber cuándo es importante callar.

Las ideas llegan, se van, se mezclan y como resultado de ese movimiento cíclico en espiral, emerge algo más. Nadie debería salir igual como llegó, después de haberse sumergido a una plática incómoda o profunda; y si escuchamos con cuidado, podremos notar que ninguna plática es lo suficientemente superficial para que no nos deje algo.

Abrirnos al diálogo circular es dejar el ego atrás, aceptar lo que alguien más nos muestra e intercambiar aquello que nos sirva, por ese conocimiento que tenemos para ofrecer; buscar en todo momento el punto medio para conciliar.

UNA SÍNTESIS

Escribía Sergio Pitol que “uno es una suma mermada por infinitas restas”, frase que va de la mano con aquel intercambio del que hablo, provocado desde el poder que tiene saber escuchar. Hacerlo de manera correcta, siempre contribuye a la síntesis de lo que somos.

El valor de perfeccionar este poder, de afinar nuestra capacidad de escuchar y hablar con claridad, está ahí, frente a nosotros en aquellas frases, canciones y recomendaciones que llegan; aquellas historias que nos marcan; en los sueños que hacen que no nos sintamos tan solos; en los lugares de inspiración; en más de un consuelo; y en el aprendizajes tan variados que nos da ese intercambio cuando logra ser lo suficientemente justo.

El valor de las palabras y pausas, los suspiros y bostezos, del tono de voz y el rigor de la piel, está ahí, no en el hecho de llevarnos todo lo que podamos y no dejar absolutamente nada, sino de devolver algo a cambio, con el mismo valor o más de lo positivo que nos estamos llevando del otro. Un intercambio verdaderamente justo.

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