Latitud Megalópolis / Jafet Rodrigo Cortés Sosa

Naufragando por los mares de antaño, en aquellas aguas donde las ideas tienden a hundirnos con abisal destino, de vez en cuando rescato palabras que relucen entre tanta penumbra; oraciones que invitan a arrojarse dentro, someterse a la súbita presión, con tiempo limitado para decidir. Redimir pensamientos o condenarlos al olvido.

De este último viaje al ayer, he vuelto con una reflexión sobre nuestro valor y la utilidad pública. Por un lado, se nos ha dicho que la dignidad humana es inherente al individuo, por lo que nuestra valía no tendría por qué verse afectada de ninguna forma y por ninguna circunstancia.

Lo anterior, sólo aplica como hipótesis teórica, la realidad dista de ello. Nuestras vidas sufren una metamorfosis ante los ojos del mundo, mientras va reduciéndose nuestra capacidad de ser útiles en el entorno donde nos desenvolvamos.

La despiadada sociedad, paulatinamente nos orilla al precipicio. Franz Kafka describía esto a través de una historia fantástica, un hombre que se va transformando en un insecto. Pese a que él había mantenido a su familia, trabajando arduamente, el pago que recibió cuando vieron su extraño cambio, fue el desprecio.

Cualquier lesión o accidente grave nos condena a ser desechados. Podemos ser arrojados a la basura por incapacidad física o mental; enfermedad; por perder el empleo, quebrar financieramente; o por volvernos demasiado viejos.

La sociedad tiende a condenar a quienes ya no le son útiles, cerrándoles la puerta en la cara. Por más que hayan dado de sí, por más contribuciones al ahora, lo más común es que se les condene como una carga, que se les pague con violencia, desprecio, reproches y abandono.

En la primera recta de nuestra vida, la vida laboral nos exige experiencia, y por más que dediquemos nuestra vida al trabajo; pararnos temprano, acudir con el mejor de los ánimos, hacer más de lo que nos toca, buscar métodos de mejorarlo todo, tener la voluntad de convertirnos en modernos y buenos esclavos, nada nos garantiza una retribución y un trato justo al final del camino.

Siendo específicos, podríamos observar ejemplos más claros, manifestados en aquellos empleos que se necesita forzosamente el cuerpo como instrumento laboral. Deportistas, bailarines, modelos, trabajadores de fábricas, campesinos, mineros, todos ellos en mayor o menor medida, sufren un desgaste brutal que reduce notablemente su calidad de vida, siendo su tiempo mucho más corto. Vaya que pesan distinto los años, y siempre quedan remanentes que tarde o temprano se manifiestan en nuestra salud.

La sociedad nos exprime hasta la médula; deprisa, sin remordimiento alguno; y cuando ya no podemos dar más, somos cambiados fácilmente, desechados, aislados, olvidados.

EL MAYOR OLVIDO

La vida nos puede condenar por distintas razones, todas ellas encaminadas a nuestra pérdida de utilidad pública; pero una de las más terribles, es la que se ejecuta cuando hemos envejecido. Ser adulto mayor se convierte en el mayor olvido.

Pesan las piernas, las ansias, la camisa. Las articulaciones duelen; rechinan las manos y la cadera; aprisiona la nostalgia del pasado, reconforta volver a recordar. Duele que los días sean siempre iguales, que la gente se olvide que todavía existimos; duele esperar con ansias un amor que posiblemente nunca llegue. Duele el rechazo, el abandono; duele la pérdida de salud; duele ya no sentirnos útiles, valorados.

Todo lo anterior, duele, mientras torturan los remordimientos que no hemos podido cerrar; y mata de a poco aquella soledad que sabe a dos. El silencio que congela.

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