Por Latitud Megalópolis/Jafet Rodrigo Cortés Sosa

“No encuentro nada más valioso que darte nada más elegante/ que este instante de silencio”.

Jorge Drexler

Pasé más de siete años de mi vida callado. En realidad, no había nada importante qué decir, pero siempre buscaba formas alternas de comunicarme cuando necesitaba pedir aquello que satisficiera la necesidad apremiante que tenemos todos en algún momento.

Nada me motivaba realmente a hablar, al contrario, la bulla y los conflictos que orbitaban a su alrededor como moscas buscando fruta, me confirmaba a cada momento las consecuencias de decir cualquier cosa que se nos ocurriera, sin tener el más mínimo cuidado; aquel apabullante ruido proveniente de voces ajenas, reafirmaba el dolor, el engaño, los tropiezos y la rabia que llegan frecuentemente cuando las cuerdas bucales pronuncian palabras.

Gracias a lo anterior, opté por el silencio o tal vez fue porque en realidad se me complicaba hablar. Lo cierto es que desde el silencio se aprende a ver el mundo de una manera distinta, escuchar primero, reflexionar, responder después.

Aprendí lo valioso del silencio al observar desde fuera cómo la gente se tropezaba, amontonada entre palabras dichas sin cuidado, entre pedazos de lo que según querían decir con sinceridad, atisbos de necesidades que al calor del momento surgían; reflejo de humanidad y el impulso de gritar, hacer escándalo, externar aquello que piensan sin reflexionarlo. Torpeza de avanzar lastimando a los demás por no haber visualizado las consecuencias de lo que querían decir.

Yo callaba, aceptaba el silencio como propio y vislumbraba el mundo, así como aquella mecánica que todos los días empieza y termina sin exentar a nadie, una rueda que gira aplastando a todos en algún momento, sepultándolos entre palabras que lastiman distinto dependiendo de quién las haya pronunciado.

No estuve dispuesto en esos siete años a seguir aquel juego que terminaría dañando a otros, ese juego de lengua fácil, de descuidadas mentiras y consecuencias peligrosas.

Es verdad que somos dueños de nuestro silencio, nadie nos lo puede quitar. Nadie nos puede arrebatar tan fácilmente aquella posibilidad que tenemos de callar, de no decir nada al respecto y exclusivamente escuchar, reflexionando al paso lo que está sucediendo alrededor; sobre el sentido de las palabras y las acciones de aquellos que están hablando.

Quizás practicar el silencio nos lleve a confirmar que no vale la pena hablar siempre, no vale la pena seguir el juego que nos lleva a decir lo que se nos venga a la mente.

Haciendo unas breves reflexiones me di cuenta que tiene un peso comunicativo similar hablar y no decir nada. Depende siempre de la circunstancia, así como de la calidad y el sentido del mensaje, el peso musical que le podamos otorgar a las palabras que decimos y las que callamos.

Valorar las palabras, comienza guardando silencio. Para estar seguros de lo que pensamos y defenderlo con fiereza si es necesario, o ahorrarnos esa energía y seguir si en realidad lo que diremos no vale la pena.

El Padrino, Vito Corleone entendía muy bien el significado del silencio, viendo como una torpeza enorme que alguien compartiera lo que en verdad pensaba con personas desconocidas, acción que dejaba completamente desnudas nuestras intenciones. No podemos compartir lo que verdaderamente pensamos con cualquiera, eso es cierto; bajar la guardia significa ponernos a merced de la voluntad de los demás.

LA VALENTÍA DE CALLAR

Dicen que callar es de cobardes, pero no es cierto, no en todos los casos aplica este principio. Hacerlo en ocasiones se convierte en un medio para responder a lo que está pasando, comprendiendo que lo único que vale la pena ante las circunstancias es no decir nada.

A veces no queda nada valioso que compartir. Hay momentos en que las palabras sobran, estorban en la escena; pronunciarlas se convertiría en una mancha, un tropezón que nos llevaría por caminos escabrosos compuestos por más palabras con la misión estéril de recomponer lo causado. Una bola de nieve avanzando hacia el desastre, cruzando caminos repletos de letras muriendo deprisa.

Guardar silencio es en ciertos momentos un regalo muy valioso.

ETERNO MONÓLOGO

Parece que las personas que hablan sin cuidado, están sumidas en un eterno monólogo, que pinta un escenario entre ellos mismos, donde aquello que le pase al otro nunca será nuestra responsabilidad, pese al dolor que hayamos causado con las palabras.

Sin reflexionar acerca de lo que está pasando, así, seguimos avanzando, con aquella insensibilidad que nos condena a un monólogo donde el ego es el único que sale avante, alimentado por el dolor ajeno, sufrimiento que nunca notamos por estar ensimismados, imposibilitados para saber si está bien o está mal lo que estamos haciendo.

Nuestro desconocimiento no nos exime de la irresponsabilidad, ni siquiera nuestra torpeza, aunque la disfracemos de sinceridad pura.

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