Por Latitud Megalópolis / Manuel Pérez Toledano

Discúlpeme usted, no pude resistir mi curiosidad, soy tan aficionado a la literatura que las noches las paso en vela; todas las noches atiborro mi cabeza de novelas…

El raro sujeto a quien estaban dirigidas mis palabras, guardaba un mutismo estúpido que mostraba a las claras su extrañeza y asombro. Para ganarme su confianza le di unos golpecillos en el hombro y proseguí:
-El aspecto de usted fue el que me hizo recordar al Akaki Akakievich de Gogol; desde que lo vi me pareció estar frente al personaje gogoliano.

Sus ojillos miopes me contemplaban con recelo. Permanecía sin entender lo más mínimo.

Después de corto silencio, le rogué que comiera más pan, mientras yo apuraba otra taza de café; mi imaginación habíase desbocado ante la aparición del viejo limosnero. Su enorme chaquetón, lustroso como el cuero, las hirsutas y lenguas barbas y sus espejuelos a horcajadas sobre la punta de la nariz, me habían seducido desde el primer instante, e inpulsáronme a invitarlo a mi mesa de café barato.

Mientras el infeliz devoraba los alimentos, un pensamiento analítico aguijoneó mi cerebro. Imaginaba su casa; un cuchitril inmundo, hormiguieante de piojos y de chinches, ratones retozando entre basuras -hilachos astrosos, destrozados zapatos- y hedor y miseria, sórdida miseria…

Enloquecido por el “néctar negro”, le hice una pregunta ruin:
– ¡Viejo! -le dije- ¿Por qué te arrastras por la vida como rata desdentada?

En esos momentos un sentimiento de infinita piedad me estrujaba el pecho; sentía todo el dolor del mundo sobre mi corazón.

Al escuchar la pregunta por mí lanzada, el anciano se levanta indignado, escupió el bocado y contestó, pálido de coraje:

– ¡No quiero tu pan! -y se marchó, farfullando una blasfemia.

Liquidé la cuenta para darle alcance. El mendigo iba con el apresuramiento característico de las personas que huyen de alguna cosa funesta; ni se ocupaba siquiera de implorar la caridad.

– ¡Esperé, por Dios! -exclamé tomándolo del brazo- No quise ofenderlo…

– ¡Déjame en paz! Y atravesó la calle.

Un espectáculo horrible se presentó a mis ojos, seguido de chillidos de llantas y gritos de mujer. ¡Sangre caliente sobre el plúmbeo pavimento…!

Dando media vuelta, eché a correr como endemoniado; corrí, corrí hasta ahogarme, la respiración reventaba mi pecho.

Aquella noche no podré olvidar jamás; el satánico insomnio me torturó sin piedad. Una voz, una sola y enorme voz, no cesaba de gritarme: “¡Tú lo mataste! ¡Tú lo mataste!”…

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