Por Latitud Megalópolis/Jafet Rodrigo Cortés Sosa
La intensidad de la guerra había condenado a más de una pobre alma al olvido, por ello, se había convertido en tarea del pelotón recordar sus proezas para dar cuenta a sus seres queridos de la bravura con la que habían perdido la vida. Pese a los grandes esfuerzos por seguir, cada vez hallaba menos motivos para hacerlo.
Las armas perdían efectividad, las municiones se iban acabando; el cuerpo endurecido de tanto esfuerzo exigía volver. Mientras tanto, el miedo avanzaba con nosotros, agazapado, pecho tierra, cuidándose del enemigo con la misma habilidad que nos había mantenido con vida. La trinchera nos unió una temporada, sumergidos bajo tierra, cubiertos de lodo y sangre, que en muchas ocasiones no era nuestra; volvimos aquella zanja un momentáneo hogar, cobijados por nosotros.
Avanzamos de a poco, mientras uno a uno, mis compañeros me fueron dejando solo. Algunos murieron por minas que gritaban al contacto, “De frente al enemigo”, cercenados, desangrados, atravesados por perdigones asesinos; otros más, terminaron ellos mismos con su vida, cansados de tener hambre y sed, aporreados de enfermedad tras enfermedad.
Más de una ocasión pensé que el refugio anhelado que buscaba era la muerte, aquella que me liberaría de este suplicio, pero en realidad lo que más me motivaba era aquel hogar que se descubría en casa. Volver a la calidez de sentirme abrazado, deseo profundo que me mantuvo unos cuantos días más con vida.
EL PRIMER REFUGIO
La humanidad ha pasado gran parte del tiempo buscando un lugar seguro donde poder sobrevivir; un lugar cálido que le permita pasar la noche guarecida de la lluvia, del peligro de estar a la intemperie. El primer refugio que tuvimos fue la cueva, ahí nos alimentamos alrededor de hogueras que nos quitaban el frío; contamos historias, bailamos y compusimos nuestras primeras piezas musicales; jugamos con las sombras, seguros de que no pasaría nada malo mientras estuviéramos dentro.
Las épocas han pasado, la meta no ha cambiado del todo, seguimos buscando aquel lugar que nos haga sentir seguros, aquel refugio que nos ayude a sobrevivir; lo que ha cambiado es la dificultad para hallarlo, nos volvimos más complejos de satisfacer.
En ocasiones esa búsqueda nos ha llevado a encontrar una casa, que no es lo mismo que un hogar. Podemos vivir en una estructura, hecha del material que sea, que cumpla con nuestras más primitivas necesidades, nuestros más extravagantes caprichos y aun así no sentirnos seguros. Esa confianza la buscamos más allá de las paredes, encontrándose en ciertos elementos que nos permiten emocionalmente sentir ese calor.
Un refugio pueden ser unos brazos que suavemente nos sostienen mientras anímicamente nos estamos cayendo a pedazos; un hombro en el que reposar el llanto; una canción de cuna que nos recuerde lo que fuimos, así como aquellos sueños por los que luchamos; un recuerdo que vuelva menos sofocante el ahora.
Hay quienes encuentran refugio en el trabajo, alejados de lo que viven en casa; otras personas, descansan adentrándose en actividades recreativas como el deporte o desahogando su sentir a través del arte. Ciertos momentos, rebasados por aquella exigencia imperante de descanso, tendemos a resbalar entre espejismos de lo que buscamos, cayendo en lo más recóndito de la adicción.
En ocasiones compartimos refugio con alguien más, construyendo trincheras donde podemos luchar, donde podemos manifestarnos seguros contra el mundo. Satisfacer esa necesidad natural de sentirnos cobijados, es esencial para seguir.
LA CAMA
Hace poco, tuve una conversación con la escritora Fredel Romano sobre su libro “Palabras libres: Entre luz y oscuridad”, que presentó hace apenas unos meses. La charla se volcó en uno de sus poemas, que marcó sobre mí reflexiones importantes.
El título de aquel escrito es “La cama”, pero en realidad lo que describe es el refugio en el que se convierte nuestra cama, único lugar seguro en el universo cuando todo lo demás ha fallado ya. Este espacio dentro de nuestra habitación, se vuelve un fuerte personal, uno que nos abraza entre sábanas, dándonos calma, quitándonos el vértigo sin juzgar nuestras lágrimas; no nos suelta, pese a que el mundo se esté derrumbando; no escapa, acompañándonos en todo momento.
La autora confesaba que le escribió por sentirse culpable de preferir quedarse en cama, pero que, al pensar en el por qué tomaba esa decisión frente a otras, reveló algo que no debemos olvidar: no elegía su cama porque no tuviera ganas de vivir, sino porque tenía unas inmensas ganas de vivir abrazada. Eso es un refugio.